Lorena Fréitez
Colectivo Tiuna El Fuerte
El viernes pasado estuvimos en el Ateneo de Cabudare (Lara), en una casa que fue tomada por un grupo de vecinos, cultores y poetas, y que desde hace 32 años mantiene actividades regulares de formación e intercambio cultural de manera totalmente auto-gestionada. Ese día se presentó un grupo Coral que cantaba aguinaldos, un grupo de profesores, estudiantes y egresados del pedagógico de Barquisimeto.
A penas llegamos, los dos nos miramos y comenzamos a comentar: una mejor iluminación le daría mayor escena al grupo, un par de micrófonos ayudaría, el vestuario hay que cuidarlo, esa percusión hay que mejorarla, y por ahí nos fuimos en una retahíla de agregados que, supuestamente, le permitirían al grupo llegar a ser más profesionales, mejores. De repente, silencio. Nos detenemos a mirar las caras de las 70 personas que estaban allí: sus rostros de alegría, de satisfacción, al ver cómo entraba el espíritu de la navidad a través de las voces de esa coral. Esas expresiones nos sacaron de la mirada de la profesionalización cultural y automáticamente nos conectó con la vital importancia de ese momento, de ese espacio. Allí, lo importante no era si la coral cantaba a la perfección o tenía una buena escena, allí importaba que la coral le otorgaba un día más de vida a ese ya histórico lugar de encuentro de vecinos, de lugareños, de comunes. Donde tantos niños cantan, recitan y bailan con la única aspiración de que sus padres y abuelos los vean; poetas que son felices porque sus versos logran expresar las conversas de las esquinas de la vida en Cabudare o más allá en Barquisimeto. Allí, lo importante era que la coral nos revivía los acontecimientos que nos amalgaman, la navidad gratuita y genuina que se compone de afectos y encuentros. Ese importante papel de la coral, no hizo sino sacudirnos del lugar del productor o manager cultural, de la guerra por el bussiness cultural, para conectarnos con la humanidad de la cultura.
Esa cultura que veíamos allí, es la cultura de la gente común y corriente, de la gente que se vale de lo que tiene a su mano, de los recursos que encuentra y que comparte, para producir en el otro afectos y para recordar y recordarse quién es y de dónde viene, esa cultura que no es mercancía, y que no se preocupa por profesionalizarse.
Y si bien en nuestro afán por contraatacar al enemigo que nos corroe en plano de los símbolos, de la cultura, nos ha llevado a focalizarnos en la profesionalización de la producción cultural, la cultura de la gente común, lo que se hace en el barrio como motivo de encuentro, para hallarse en las tradiciones que producen lo que somos, las que se hacen para mostrar los afectos y consolidar el espíritu de cuerpo que nos hace comunidad, quizá sea la herramienta más potente, más grande, y con mayor capacidad de multiplicación con la que contamos, porque es una invitación permanente a ser protagonistas de la cultura, así como somos, sin mucho aparato, sin mucha técnica, así como nos sale, con lo que traemos, con los que nuestros vecinos nos aceptan, con los que nuestra vida nos enseña. Ése es uno mecanismos de transmisión cultural y reproducción social más potente con el que contamos. Por eso, estamos esperanzados con que nuestra política cultural, además de seguir potenciando nuestras armas para combatir en el plano de la guerra de las industrias culturales, vuelva a considerar la importancia de apoyar la expresiones llanas, sencillas y no profesionales de la cultura que produce nuestro pueblo, en cada esquina, es cada casa tomada, en cada punto de encuentro entre comunes. Gracias al Ateneo de Cabudare por recordarnos el papel que tiene esta cultura de la gente común y corriente en la vida de una sociedad.
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